lunes, 3 de enero de 2011

ROMPER LAS BARRERAS por Ekaitz Ortega.


Alcanzar el final de sus meditaciones llevó cuatro semanas en las que se alimentó de pasta y arroz, utilizando agua y vodka -siempre a partes iguales- para empujar la comida. Marcaba el horario de las comidas por los breves intervalos sobrios que pasaba, en los que se veía capacitado para manejar el brasero sin hacer peligrar su vida ni la del edificio. Junto a la mesa de trabajo se acumulaban a un lado montones de hojas desordenas, todas escritas a mano; y al otro decenas de bolas con borradores y restos de escupitajos. Iba al baño una vez al día, normalmente se dormía nada más sentarse. Los días y las noches pasaban tras la persiana, dibujando rayas que recorrían su cara a ritmo cansino y apenas imperceptible para él. Cuatro años llevaba pensando en el proyecto. Tenía treinta y cuatro años y siempre volvía al número cuatro, estaba obsesionado con él. Cuando el opio le demostró las puertas que podían abrirse en la realidad comprendió que haber sido el primero de su promoción en cuatro carreras distintas era la llave que precisaba para ser capaz de desentrañar tanto secreto. De niño soñaba que las mujeres poseían un pequeño rabo que salía de sus ombligos y utilizaban para peinarse unas a otras, desnudas, en silencio. Le perseguía aquella imagen. Comprendía que el mundo no funcionaba como afirmaban, que realmente le ocultaban algo. Normalmente soñaba raro. Pensaba que los demás podían leer sus pensamientos y por eso fracasaba cuando intentaba socializar con los demás. Tras su espalda tenía un radiador al que daba cuerda al sentir el frío. No podía pensar si no iba vestido con camiseta de tirantes y pantalones cortos, su cerebro no funcionaba de otro modo. Había sido previsor: comida de sobra, bebida, papel, lápices y bolígrafos... poco más necesitaba para subsistir. Arrancó el teléfono de la pared al cuarto día, sentía que la ruleta numérica se reía de él. A veces llevaba sombrero de ala ancha. Pintaba círculos con la mano izquierda cuando le dolía la derecha de escribir. A las cuatro de una madrugada de septiembre se dio cuenta de que no era capaz de transformar las teorías en realidad, el mundo exterior carecía de los bordes necesarios. Maldijo por primera vez. Después trasladó su concentración a la posibilidad de entrar en la realidad de las hojas de cuatro esquinas, convertirse en teoría, o en las letras capaces de desenvolver aquellas hipótesis y crear un puente entre realidades: una cuarta dimensión. Lanzó su segunda maldición y empezó a llorar y arañarse la mejilla hasta que lágrimas y sangre se fundieron en la canosa barbilla. Fracasado, eso sería siempre, sus padres tenían razón. Tanto libro para nada. Rey de las teorías inservibles. Si pudiese buscar otra energía distinta al carbón, si los raíles quedasen desfasados por otro medio de transporte más rápido que él inventase, entonces podría ser útil y dejaría de lado aquella vida buscando las aberturas. Pero él y sus teorías estúpidas... en fin. No más realidades ni matemática, no más música silenciosa del pensamiento. Saldría de casa y buscaría cuatro mujeres que lo quisiesen. No pararía hasta encontrarlas. Se vistió con pantalones largos, que se puso sobre los cortos, y una camisa color corcho y salió a la calle. Fue pisar el primer escalón y caer rodando durante los sesenta y cuatro empinados escalones siguientes. Cuando su malherido cuerpo descansaba sobre el barro un caballo pasó sobre él, destrozándole huesos y órganos, después el carro que arrastraba cargado con un cargamento de muelles, cuatro mujeres que jugaban con una cometa y, finalmente, un tanque de catorce toneladas teledirigido por un niño resfriado. Así murió el hombre más lúcido del planeta.


Ekaitz Ortega
 
Ilustración by Charles Burns

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